José Luis Rodriguez Zapatero

Cuando resultó elegido secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en 2000, José Luis Rodríguez Zapatero, un diputado apenas conocido y sin experiencia gubernamental, asumió el mando de una formación desnortada, tras cuatro años en la oposición al poderoso Partido Popular (PP) de José María Aznar y a tres de la intempestiva dimisión de Felipe González. Su mensaje de corrección modernizadora del curso nacional, su oferta de "cambio tranquilo" y de un nuevo "talante" de diálogo y consenso, y su rechazo a la guerra de Irak superaron el examen de unas votaciones generales a la primera oportunidad, en 2004, pero en unas circunstancias muy especiales, llenas de dramatismo: los atentados islamistas del 11 de marzo en Madrid, cuyas ondas de choque políticas, fatales para el PP, trastocaron el pronóstico electoral y catapultaron al líder socialista a la Moncloa con una mayoría relativa.

Heredero de una coyuntura económica bonancible sólo perturbada por los repuntes inflacionarios, Zapatero elaboró unos presupuestos sociales con el colchón de unas finanzas desahogadas y bajó los impuestos directos, medida esta última que calificó "de izquierdas". Pero, aparcando otra previsión de su programa electoral, no propició el cambio de un modelo de crecimiento sin futuro basado en el consumo y, muy especialmente, en el sector de la construcción, protagonista de un insensato boom urbanístico de fuerte signo especulativo y causante además de corrupción y agresiones al medio ambiente.

El temido estallido de la burbuja inmobiliaria llegó en el otoño de 2007, al hilo del crash de las hipotecas subprime en Estados Unidos y en el contexto emergente de la gran crisis financiera global, declarada oficialmente en 2008. Los efectos destructivos del parón de la construcción y la restricción del crédito bancario sobre el empleo y el conjunto de la economía fueron fulminantes, pero durante meses el presidente se obstinó en infravalorar la magnitud de la crisis, como si confiase en estar más ante un bache pasajero que ante un cambio profundo de ciclo. Los titubeos, las contradicciones y los errores de comunicación erosionaron la credibilidad del Gobierno, acusado de imprevisor y de negar la realidad, aunque la estrella personal de Zapatero aguantó encendida hasta las elecciones generales de marzo de 2008, en las que el PSOE volvió a ganar e incluso subió en votos.

Después de los comicios, con el país en tránsito a su peor recesión en medio siglo, Zapatero comenzó a reaccionar, haciendo gala de un extremado optimismo, mientras los sondeos situaban al PSOE cuesta abajo. Para hacer frente a la factura petrolera, aprobó un plan de ahorro y eficiencia energética. Para reforzar la confianza en el sistema financiero y reabrir el grifo del crédito, estableció sendos fondos de garantía de depósitos y de adquisición por el Estado de activos financieros. Y para dinamizar el consumo y generar empleo, lanzó un ambicioso programa de estímulo fiscal, el Plan E, que aunaba ventajas tributarias, nuevas prestaciones sociales e inversiones públicas municipalizadas. Los discutibles resultados de estas medidas, en parte cortoplacistas, siguieron alimentando las imputaciones de improvisación y ligereza, pero Zapatero insistió en que el Gobierno actuaba teniendo muy en cuenta las necesidades de la población.

El derrumbe de la recaudación y el coste del Plan E dispararon el déficit público, sembrando la alarma en la eurozona y desencadenando presiones muy negativas en el mercado de deuda española. Rendido a la evidencia contable y a las exhortaciones foráneas, Zapatero viró drásticamente a la austeridad en 2010 con la aplicación de un extenso paquete de recortes que revirtió buena parte de sus anteriores concesiones sociales. Asimismo, emprendió tres reformas estructurales de signo liberal, la facilitación y el abaratamiento del despido -causa de una huelga general-, en el país con la tasa de paro más alta del mundo desarrollado, la prolongación de la edad de jubilación y la reestructuración de las cajas de ahorros. Otra norma, la Ley de Economía Sostenible, buscó de manera acuciante la transición a un nuevo modelo productivo. El ajustazo de 2010-2011 consiguió rebajar el déficit y desenganchar a España, precariamente, de los países periféricos del euro que hubieron de solicitar el rescate de la UE y el FMI, pero a costa de retrasar la recuperación de la economía, la cual mudó la recesión, superada al comenzar 2010 tras seis trimestres de retrocesos, por un virtual estancamiento, incapaz de generar puestos de trabajo.

Los embates económicos no disuadieron a Zapatero, antes al contrario, de perseverar en una de sus grandes líneas de actuación, las reformas en materia de costumbres sociales, donde desplegó un abanico de leyes "modernas y laicas", sobre las que fundar un legado tangible. Las leyes, algunas pioneras en Europa, de medidas de protección integral contra la violencia de género (2004), de atención a las personas en dependencia (2006), de igualdad efectiva de los sexos (2007), de interrupción voluntaria del embarazo (2010) y de cuidados paliativos y muerte digna (2011), así como la introducción del matrimonio homosexual (2005) y el divorcio exprés (2005), fueron concebidas para dotar de nuevos derechos y mayor protección a gran número de ciudadanos, aunque la falta de medios limitó su desarrollo en ciertos casos. No fue la excepción la emblemática Ley de Dependencia, considerada por Zapatero el "cuarto pilar del Estado del bienestar", cuya aplicación se vio frenada en algunas comunidades autónomas. Además, las reformas más polémicas chocaban con la moral del catolicismo, cuya jerarquía eclesiástica se mostró muy beligerante. Otras novedades fueron la Ley Orgánica de Educación (LOE), el carné de conducir por puntos, el endurecimiento de la legislación antitabaco y la Ley de Memoria Histórica, que reconoció a las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura franquista.

Al llegar al poder, Zapatero se propuso recomponer las relaciones entre el Gobierno central y las comunidades autónomas, particularmente las gobernadas por los nacionalismos catalán y vasco. En aras de la remoción de tensiones territoriales dentro de una "España plural", el presidente ofreció reformas de los estatutos "a la carta" así como del modelo de financiación autonómica, pero poniendo como límite la Constitución. Ello supuso la oposición tajante al Plan Ibarretxe, que no vio la luz en el País Vasco, y la aceptación, con gran controversia, de una versión corregida del nuevo Estatut catalán que limitaba el término nación para referirse a Cataluña.

En el capítulo de interior, destacó la evolución de la política de inmigración, que de las regularizaciones colectivas pasó a un control más selectivo de los flujos de entrada y a una mayor vigilancia de la inmigración irregular. Pero el asunto más absorbente fue la lucha contra el terrorismo de ETA, cuyo final Zapatero avizoró erróneamente luego de anunciar la banda vasca un alto el fuego "permanente" en marzo de 2006 y dar comienzo un tortuoso proceso de diálogo. El atentado mortal de diciembre en el aeropuerto de Barajas no sólo liquidó la tregua, sino la disponibilidad del Ejecutivo a aceptar otra salida que no fuera el abandono incondicional de las armas. En septiembre de 2010, la implacable persecución policial y la asunción de las vías pacíficas en su propia base social y por la ilegalizada Batasuna empujaron a declarar un segundo alto el fuego a una ETA aparentemente en fase terminal. La gestión de las treguas etarras, no exenta de inconsistencias, y el conjunto de sus políticas aparejaron al Gobierno Zapatero críticas de extraordinaria dureza por parte del PP, cuya oposición, abonada a las tesis conspirativas y catastrofistas, impidió el pacto en las grandes cuestiones de Estado y favoreció una confrontación política sin precedentes.

En la política exterior, Zapatero materializó su promesa de revertir la orientación estrictamente proestadounidense de Aznar en favor de un "multilateralismo renovado" que recuperara el trato prioritario con el eje franco-alemán, suavizara la postura española en las discusiones constitucionales de la UE y apostara por la ONU y la legalidad internacional como cimientos de las relaciones internacionales y la lucha global contra el terrorismo. La fijación de la nueva actitud diplomática de España se inició a las pocas horas de asumir el Gobierno socialista con la orden de retirada de las tropas de Irak. El impactante repliegue produjo un duradero enfriamiento en las relaciones con Washington, y aunque Zapatero buscó compensarlo con un aumento del contingente destacado en Afganistán, decisiones como el final del compromiso militar en Kosovo (2009), cuya independencia Madrid se negó a reconocer, y la negativa a tomar parte en las misiones de bombardeo en Libia (2011), al margen de su lógica u oportunidad, generaron malestar en la Administración Obama y en la OTAN.

La Alianza de Civilizaciones hispano-turca, el diálogo euromediterráneo, la preocupación por evitar conflictos con Marruecos y la defensa del levantamiento por la UE de su posición común sobre Cuba fueron otros tantos rasgos de la política exterior de Zapatero, la cual, asegurando estar basada en principios, tendió sin embargo a plegarse a intereses más prácticos como las ventajas comerciales y el control de la inmigración clandestina. En la recta final del mandato, el respaldo adelantado al Gobierno de transición tunecino y la obtención para España de una presencia fija en el G20 en calidad de invitado permanente no llegaron a disipar la sensación de un accionar internacional más bien discreto, como pusieron de relieve el paulatino apagamiento de las Cumbres Iberoamericanas y la exclusión del núcleo duro de la UE. Desde una perspectiva global, el reequilibrio de poderes en un mundo en mutación acelerada penalizaba a países desarrollados que, como España, eran presas de una verdadera crisis sistémica e, inevitablemente, perdían peso en relación con las potencias emergentes. En los años de Zapatero, la capacidad de España para influir en los asuntos mundiales e incluso en las regiones de presencia más directa (Europa y América Latina) experimentó un claro declive.

En mayo de 2011, las elecciones municipales y autonómicas confirmaron las pésimas calificaciones del Gobierno en las encuestas con una estrepitosa derrota del PSOE. El revés lo encajó Zapatero semanas después de anunciar, poniendo fin a meses de suspense, que no sería por tercera vez el cabeza de lista en las próximas elecciones generales. A continuación, el presidente insistió en agotar la legislatura en marzo de 2012 con su partido metido en una relativa bicefalia, al adquirir mayor protagonismo el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior Alfredo Pérez Rubalcaba, candidato único de las primarias socialistas.

Zapatero afrontaba sus últimos meses de mandato entre los temores al contagio griego en la interminable borrasca de la deuda soberana, con España convertida en el "último valladar del euro", y mientras el descontento social afloraba por la vía de unas protestas cívicas sin precedentes: el fenómeno del Movimiento 15-M. Llegado julio, la alarmante espiral alcista de la prima de riesgo española obligó a Zapatero a desdecirse y a adelantar las elecciones a noviembre del año en curso. A continuación, respondiendo a las presiones de Alemania y el BCE, para calmar a los mercados, el presidente promovió una polémica reforma exprés de la Constitución que fijaba por ley un tope de déficit. Tras el verano, el histórico anuncio por ETA del final de sus acciones violentas quedó engullido por la desastrosa evolución del desempleo, que afectaba ya a casi cinco millones de españoles y traía el presagio de una recaída en la recesión.

(Texto actualizado hasta julio 2011)

1. Un joven dirigente del socialismo leonés
2. Entrada en la política nacional y progresión interna en el PSOE
3. La plataforma Nueva Vía como catapulta a la Secretaría del partido
4. Primeros pasos como líder de la oposición y propuestas pactistas
5. Críticas a Aznar: las nuevas orientaciones diplomáticas y la guerra de Irak
6. Las ambiguas elecciones locales de 2003 y el escándalo de la Asamblea de Madrid
7. Escalada de reproches con los populares y visión territorial de España
8. Vísperas de las generales de 2004: el caso Carod en Cataluña y las propuestas de cambio
9. Del 11-M al 14-M: victoria contra pronóstico bajo el impacto de los atentados de Madrid
10. Vorágine de reacciones externas y formación del Gobierno
11. El viraje multilateralista: fin de las reservas europeas, la Alianza de Civilizaciones y frialdad con Estados Unidos
12. Tres años de euforia económica confiada a la construcción y el consumo
13. Las leyes sociales del Gobierno Zapatero: el emblema de un reformismo "avanzado"
14. La lucha antiterrorista y el ocaso de ETA: del escarmiento de la primera tregua a la exigencia del abandono incondicional de las armas
15. La polémica de las reformas autonómicas: el veto al Plan Ibarretxe y el cambio corregido del Estatut
16. Una oposición abrasiva del PP: la "teoría de la conspiración" y denuncia de todos los ámbitos de gestión
17. Zapatero y el cambio de ciclo económico: estallido de la burbuja inmobiliaria e infravaloración de la crisis
18. Ante los estragos de la gran recesión: estímulos fiscales, ajuste anti déficit y reforma de las pensiones
19. El balance de la política exterior: dudas sobre la posición de España en la escena internacional
20. Un presidente amortizado: renuncia al tercer mandato, la espiral de la prima de riesgo, elecciones anticipadas y explosión del paro


1. Un joven dirigente del socialismo leonés

Su abuelo paterno, el capitán del Ejército Juan Rodríguez Lozano, fue fusilado en Puente Castro, León, el 18 de agosto de 1936, al mes justo de iniciarse la Guerra Civil, por negarse a secundar el alzamiento militar contra el Gobierno legítimo de la República. En su testamento, Rodríguez Lozano pedía expresamente a sus descendientes que vindicaran su memoria, y esta trágica circunstancia tuvo el efecto de reforzar la filiación de sus deudos, una familia leonesa de clase media, al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), puesto fuera de la ley y condenado a la clandestinidad en 1939 con la victoria militar del bando franquista. En particular, iba a influir poderosamente en la trayectoria política de uno de los nietos del oficial ejecutado.

El muchacho nació 21 años después de terminada la guerra en Valladolid, donde vivía el abuelo materno, un reputado pediatra que quería atender personalmente a sus nietos, pero creció y se educó en la ciudad de León, lugar de residencia de la familia y de trabajo del padre, Juan Rodríguez García, un abogado que años después iba a ejercer en los servicios jurídicos del Ayuntamiento leonés y a montar un bufete junto con el mayor de sus hijos, Juan, antes de convertirse en decano del Ilustre Colegio de Abogados de la ciudad.

El menor de los hermanos Rodríguez Zapatero cursó la Enseñanza General Básica (EGB) en el colegio religioso Discípulas de Jesús, y el Bachillerato y el Preuniversitario en el Colegio Leonés. Continuando la especialidad profesional del padre y el hermano, estudió Derecho en la Universidad de León y en junio de 1983 formó parte de la primera promoción de licenciados de su facultad. El título lo respaldó con una tesina sobre el estatuto de autonomía de Castilla y León, último en promulgarse (marzo de 1983) en la España de las comunidades autónomas.

En octubre del mismo 1983 Zapatero fue contratado por el Departamento de Derecho Constitucional de la citada universidad pública como profesor asociado de la asignatura de Derecho Político. Este vínculo con las aulas se prolongó hasta 1986 y no estuvo exento de controversia, al trascender, años después en la prensa, que su departamento le había adjudicado la plaza eludiendo los trámites habituales de convocar un concurso público y de formar una comisión académica de evaluación del aspirante, lo que habría dado pie a un caso de favoritismo por filiación política. Por lo demás, las sucesivas prórrogas que solicitó por motivos académicos terminaron por librarle del servicio militar obligatorio. Entre 1988 y 1991 estuvo acogido en la universidad leonesa a un contrato administrativo de colaboración docente a tiempo parcial y sin retribución.

Zapatero acumuló experiencia política desde muy pronto. Con el recuerdo de su abuelo siempre presente y, últimamente, encandilado por el discurso del secretario general del PSOE, Felipe González Márquez (18 años mayor que él), el 23 de febrero de 1979, cuando el país estaba a punto de coronar con éxito la complicada transición del régimen dictatorial de partido único, agotado tras la muerte de Franco en noviembre de 1975, al Estado de derecho basado en la Constitución y la democracia pluralista, Zapatero se afilió al partido, legal de nuevo desde febrero de 1977, y semanas después se convirtió en secretario general de las Juventudes Socialistas de León.

En diciembre de 1982, con sólo 22 años, cuando cursaba el último año de la carrera y al poco de obtener el PSOE una espectacular victoria en las terceras elecciones generales de la democracia, Zapatero fue elegido secretario de la Agrupación Local del partido en León capital a instancias del entonces secretario general del PSOE en la provincia y diputado nacional, Ángel Capdevilla, consiguiendo imponerse sobre militantes históricos locales que en algunos casos le doblaban la edad con creces.

En 1986 fue incluido en las listas de candidatos socialistas al Congreso de los Diputados de Madrid como número dos por León y en las elecciones generales del 22 de junio, que reeditaron la mayoría absoluta del PSOE si bien con pérdida de votos y escaños, Zapatero obtuvo su primer mandato legislativo, convirtiéndose en el diputado más joven de la Cámara e integrando por tanto la mesa de edad que desde la tribuna del hemiciclo inauguró el período ordinario de sesiones. Fuera de los plenos, en los años siguientes Zapatero integró las comisiones Constitucional, del Defensor del Pueblo y de Justicia e Interior (en la última, en calidad de portavoz, en septiembre de 1993), así como, desde el 12 abril de 1993, la Diputación Permanente de la Cámara.


2. Entrada en la política nacional y progresión interna en el PSOE

Militante de perfil moderado, conciliador y abierto al diálogo, la sorpresiva elección de Zapatero para la Secretaría General de la Federación Socialista Leonesa (FSL) el 19 de junio de 1988, en el V Congreso del PSOE provincial celebrado en Astorga, fue ligada por los medios de comunicación a un pacto entre los hombres fuertes y facciones del socialismo leonés, caracterizado por los enfrentamientos internos, la tradición sindicalista y un fuerte apego al obrerismo minero. Esta reconocida capacidad para limar las discrepancias ideológicas y personales entre sus compañeros y sosegar los ambientes crispados iba a ser el mejor instrumento de la promoción política de quien todavía era en Madrid un diputado absolutamente anónimo.

En las elecciones generales del 29 de octubre de 1989, que supusieron la segunda reelección consecutiva del Gobierno de Felipe González aunque prolongando la tendencia descendente, Zapatero renovó su escaño por León, ya como cabeza de lista en la circunscripción, y en noviembre de 1990 fue elegido vocal del Comité Federal, máximo órgano del PSOE entre congresos, en el XXXII Congreso Federal del partido.

En aquella cita se escenificó el enfrentamiento entre los ministros del Gobierno partidarios de la línea económica liberal, con el titular de Economía y Hacienda Carlos Solchaga Catalán a la cabeza, y el aparato del partido, capitaneado por el número dos del mismo, el vicepresidente del Gobierno y vicesecretario general Alfonso Guerra González, defensor de la línea izquierdista tradicional, más fiel a los postulados clásicos de la socialdemocracia pero también identificado por la opinión pública con las actitudes endogámicas que estaban convirtiendo al PSOE en una estructura con dificultades para comunicarse con la sociedad. También en 1990, el 27 de enero, Zapatero contrajo matrimonio en Ávila con Sonsoles Espinosa Díaz, antigua compañera de la facultad y profesora de música, hija de militar y abulense de nacimiento pero, como él, crecida y educada en León. La pareja iba a tener dos hijas, Laura (1993) y Alba (1995).

Zapatero fue sucesivamente reelegido al frente de los socialistas leoneses en el VI Congreso provincial el 17 de febrero de 1991, en su escaño de diputado por León en los comicios generales del 6 de junio de 1993 –los cuales despojaron al PSOE de la mayoría absoluta-, en la vocalía del Comité Federal del partido en el XXXIII Congreso celebrado en marzo de 1994, nuevamente en la Secretaría General de la FSL, con el respaldo del 70% de los delegados esta vez, en julio de 1994, y, por cuarta vez consecutiva, en su mandato parlamentario en las elecciones del 3 de marzo de 1996, tras las que pasó a desempeñar la portavocía socialista en la Comisión de Administraciones Públicas. En octubre del mismo año, el PSOE le incluyó en la mesa bipartita con Izquierda Unida (IU, coalición permanente encabezada por el Partido Comunista de España, PCE) sobre la reforma del modelo de financiación autonómica.

La derrota final del PSOE en las elecciones de 1996 a manos del Partido Popular (PP), la gran fuerza del centro-derecha español liderada por José María Aznar López, puso el colofón esperado a un largo declive en las fortunas de la formación socialista. La tendencia se había acelerado en el último quinquenio por el muy negativo comportamiento de la economía, la contestación social a la flexibilización del mercado de trabajo y, fermento fundamental de esta erosión, los escándalos de corrupción política y económica, que desde 1992 se habían sucedido sin desmayo y conmocionaron a la ciudadanía con una cascada de imputaciones, dimisiones y procesamientos judiciales de personalidades del partido, el Gobierno, la administración del Estado y el mundo empresarial ligado a los socialistas.

Diana de muy duros ataques desde múltiples sectores de la opinión pública y la oposición política, González ofreció estos años la imagen, alejada del perfil carismático de otros tiempos, de un mandatario acorralado incapaz de reaccionar convincentemente ante las acusaciones de que era objeto y las convulsiones que dañaban al partido. Eso sí, la derrota del PSOE en 1996 no fue abultada, de hecho lo fue por la mínima (el 38,8% de los votos y 156 escaños para los conservadores, y el 37,6% y 141 para los socialistas), contrariando la mayoría de los vaticinios.

Después de varias advertencias de retirada nunca materializadas mientras estuvo en el Gobierno, González, visiblemente cansado, anunció por sorpresa su renuncia a la Secretaría General en el XXXIV Congreso del partido el 20 de junio de 1997, arrastrando de paso a Guerra. Para cubrir una vacancia fundamental que llenó de turbación a los socialistas, máxime porque González no había dejado un sucesor perfilado, el XXXIV Congreso se decantó por el ex ministro de Trabajo y ahora portavoz del grupo parlamentario socialista, Joaquín Almunia Amann, un dirigente con una imagen un tanto gris pero desligado de los escándalos de corrupción y capaz de proyectar honestidad y solvencia, además de un exponente de los renovadores.

Esta corriente mayoritaria del PSOE estaba integrada por antiguos ministros, dirigentes regionales y ejecutivos del partido, y venía sosteniendo una pugna ruidosa con el sector guerrista con sus tesis de favorecer la autocrítica y la transparencia, y de enfocar los principios del libre mercado con pragmatismo. La opinión pública había identificado todavía una tercera corriente interna, los integradores, más deshilvanada que las anteriores y cuyo objetivo sería, precisamente, tender puntos de encuentro de aquellas dos posturas aparentemente irreconciliables.

Zapatero, que en la presente legislatura ganó más protagonismo en el Congreso como portavoz socialista en la Comisión parlamentaria de Administraciones Públicas y, por tanto, como replicador del ministro popular Mariano Rajoy Brey, venía asistiendo a estas trifulcas internas del partido desde su discreto puesto en el Comité Federal. No se adscribía, al menos expresamente, a ninguna corriente interna, aunque, desde años atrás, sus constantes enfrentamientos con el poderoso sector guerrista de la FSL, cruzándose acusaciones de falsear censos de afiliados en agrupaciones locales para decantar a su favor las mayorías de compromisarios en congresos y asambleas, le habían endilgado la etiqueta de renovador.

En el momento actual, Zapatero únicamente hizo saber su admiración y respeto por González y su obra modernizadora del país, incluso ahora que, con su renuncia intempestiva, había dejado el partido sumido en la desorientación más aciaga. Esta aparente neutralidad del leonés continuó tras el XXXIV Congreso, del que salió convertido en uno de los 33 miembros de la nueva Comisión Ejecutiva Federal, donde tomó una vocalía. El 16 de noviembre de 1997 el VIII Congreso del PSOE leonés le confirmó como secretario general regional.


3. La plataforma Nueva Vía como catapulta a la Secretaría del partido

El 29 de enero de 1998 González rechazó definitivamente que pudiera ser el candidato del PSOE a la Presidencia del Gobierno en las elecciones generales de 2000 y postuló a Almunia para esa misión. Almunia gozaba del respaldo de la mayoría de los diputados, senadores y dirigentes regionales del partido. Pero en las elecciones primarias del 24 de abril, ejercicio de democracia interna sin precedentes en el sistema de partidos español, venció el catalán José Borrell Fontelles, ex secretario de Estado de Hacienda y ex ministro de Obras Públicas, procedente del círculo liberal de Solchaga, aunque ahora con un perfil de tecnócrata izquierdista, y partidario de dejar atrás el felipismo, entendido este como la herencia y el, todavía, ascendiente interno de González, a la hora de elaborar cualquier estrategia del partido si lo que se pretendía era recuperar el poder. En esta ocasión, Zapatero, como la mayoría de los miembros de la cúpula, expresó su apoyo a Almunia, pero el parecer de las bases era otro.

La prolongación de la profunda crisis del partido con las dimisiones sucesivas de Borrell, como candidato a la Presidencia del Gobierno, el 14 de mayo de 1999, a raíz de la investigación judicial a dos antiguos colaboradores sospechosos de haber montado una red de influencias para conseguir tratamientos fiscales fraudulentos a empresas de Barcelona, y de su sustituto para dicho envite, el propio Almunia, en la Secretaría General, el 12 de marzo de 2000, nada más conocerse la fortísima derrota en las elecciones generales celebradas ese mismo día (caída al 34,2% de los votos y los 125 escaños, 10,3 puntos y 58 diputados menos que el PP), confirmó que el súbito retiro de González en 1997 había precarizado el liderazgo socialista y dificultado la oposición parlamentaria al Gobierno de Aznar.

El experimento de la bicefalia socialista había fracasado y los análisis periodísticos más mordaces sostenían que el verdadero estado imperante en el PSOE desde hacía tres años no había sido sino la acefalia. A la renuncia de Almunia asumió interinamente la jefatura del partido una Comisión Política encabezada por el presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves González.

Ante la convocatoria de un nuevo congreso federal para cerrar la crisis de liderazgo en el partido y clarificar su estrategia de futuro justo ahora en que el PP se hallaba en la cúspide del poder político y el favor del electorado, Zapatero, recién elegido en su mandato legislativo por quinta vez consecutiva, empezó a mover sus piezas y a desvelar sus ambiciones políticas. En abril de 2000, junto con varios compañeros diputados que, como él, eran desconocidos por el gran público y no eran ubicados en alguna de las familias socialistas, más con el respaldo discreto de viejos rostros de los gobiernos de González como Carlos Solchaga, Zapatero presentó una plataforma denominada Nueva Vía. Sólo en ese momento, el rostro y el nombre del diputado por León empezaron a ser conocidos por el público nacional. Para este, Zapatero emergió directamente de la nada informativa.

El proyecto Nueva Vía, más perfilado en lo programático que en lo ideológico y, en opinión de algunas sensibilidades de la izquierda del partido, de contenido insípido y, dicho con tono despectivo, tinte "social liberal", evocaba la Tercera Vía (Third Way) del primer ministro laborista británico Tony Blair y también el Nuevo Centro (Neue Mitte) del canciller socialdemócrata alemán Gerhard Schröder, conceptos ambos que pivotaban en nociones tales como el pragmatismo y la eficiencia a la hora de revisar las relaciones entre Estado y ciudadanía y de asumir con naturalidad los imperativos de la economía del libre mercado. Por la misma razón, la propuesta de Zapatero parecía alejarse del socialismo más clásico que caracterizaba, por ejemplo, al primer ministro francés Lionel Jospin, quien educadamente se distanció de las tesis de sus colegas de Londres y Berlín.

Su promotor presentó a Nueva Vía como una apuesta socialista por un cambio de rumbo político y social, no rupturista, para recuperar la credibilidad y la confianza de los ciudadanos y abrir el partido a una sociedad rica y crecientemente compleja por la inmigración de gentes de otras razas y religiones. Zapatero hablaba de transformar hondamente las estructuras del PSOE, desencadenándolo del pasado con un nuevo estilo, pero reivindicando lo que había significado su etapa en el Gobierno, y de convertirlo en un "instrumento al servicio de la sociedad". Llamaba a impulsar el "debate de ideas y no de personas", a estimular el "rearme ideológico" de la izquierda y a elaborar un "proyecto de nueva izquierda y de modernidad" para España "mucho más acorde con los tiempos que vivimos".

En el discurso no faltaban referencias a las mutaciones de la sociedad de la información, la multiculturalidad, la incorporación de las mujeres en la vida política y económica o la obsolescencia tecnológica y el "déficit de futuro" de que adolecían las políticas públicas de investigación y desarrollo. Defendiendo la iniciativa empresarial privada como el motor de la economía, pero cuestionando que el libre mercado por sí solo fuera la garantía de la prosperidad general, Zapatero parecía apostar por una globalización con rostro humano cuyo fin primordial sería el servicio a los individuos. Los comentaristas encontraron en la plataforma de Zapatero importantes elementos del discurso de los renovadores, pero, por el tono y las personas implicadas, Nueva Vía se antojaba un proyecto novel y muy personal. No había, eso sí, acuerdo sobre si este proyecto que parecía haberse materializado de repente tenía mucha o poca substancia.

El 25 de junio de 2000 Zapatero formalizó en León su candidatura a secretario general del PSOE. En el XXXV Congreso, bajo el lema de El impulso necesario, se iba a batir con otros tres aspirantes, valedores de propuestas dispares pero ninguno enfrentado personalmente con él, antes al contrario. Éstos eran: el favorito, José Bono Martínez, presidente desde 1983 de la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha, candidato oficial del aparato del partido ya dominado por los renovadores y uno de los poderosos barones regionales cuyos sucesivos éxitos electorales en sus respectivas circunscripciones garantizaban un caudal de votos socialistas que en otras comunidades se había evaporado tiempo ha; Matilde Fernández Sanz, ex ministra de Asuntos Sociales con González y una incondicional de Guerra; y Rosa Díez González, eurodiputada y figura emblemática del socialismo vasco por su militancia contra el terrorismo de la banda ETA.

El 22 de julio se celebró la votación como el punto cardinal del XXXV Congreso y, con sorpresa, aunque no excesiva, Zapatero se adjudicó la victoria con 414 votos, esto es, el apoyo del 41,7% de los delegados, una ventaja muy exigua sobre Bono, que obtuvo 405 votos (el 40,8%). Bastante más atrás quedaron Fernández y Díez. La ex ministra cosechó menos votos de los previstos y los observadores arguyeron que un cierto número de delegados del sector guerrista había votado por el postulante de Nueva Vía sólo para impedir el triunfo de Bono, y en la creencia de que su corriente sería luego tenida en cuenta a la hora de alinear la nueva Comisión Ejecutiva Federal.

Ante el congreso que consagró su meteórico ascenso en el PSOE, Zapatero reiteró que apostaba por el "cambio tranquilo, sereno y disciplinado" en la dirección del Gobierno de España y anunció una "oposición útil socialmente" al ejecutivo del PP. Pero, contrariando las expectativas de muchos dirigentes veteranos sobre una cúpula "de integración", presentó una Comisión de 25 miembros sin cuotas de representación de las corrientes socialistas (sólo la plataforma Iniciativa por el Cambio, aglutinada en torno a los seguidores de Borrell, obtuvo presencia) y que de hecho barrió a los grandes nombres socialistas.

El único dirigente de la anterior etapa que se mantuvo fue el andaluz Chaves, colocado en la Presidencia de la Comisión (un cargo más bien honorífico que estaba vacante desde el fallecimiento del histórico dirigente Ramón Rubial Cavia en mayo de 1999) por el nuevo secretario general pese a que había votado por Bono. Zapatero, que en el discurso de presentación de la candidatura había apelado al cambio pero "sin esconder a Felipe", ofreció antes del congreso ese puesto a González, pero el ex secretario general declinó la invitación. Aparte de Chaves, sólo dos integrantes de la Comisión saliente fueron renovados, a la sazón muy poco conocidas por el gran público: Micaela Navarro y Consuelo Rumí.

Para flanquearle en los puestos de mayor relieve, Zapatero eligió a cuatro colaboradores del proyecto Nueva Vía: José Blanco López, en la Secretaría de Organización y Acción Electoral; Trinidad Jiménez García-Herrera, en la Secretaría de Política Internacional; Jordi Sevilla Segura, en la Secretaría de Política Económica; y, Jesús Caldera Sánchez-Capitán, en la portavocía del grupo parlamentario socialista. La nueva Comisión conformaba una dirección joven, animosa y sin hipotecas de pasado (léase, asociación con el desgaste en el poder, las prácticas corruptas y las actitudes corporativistas), si bien inexperta y, salvo un nombre o dos, absolutamente desconocida por la ciudadanía hasta la fecha. El 23 de julio se clausuró el XXXV Congreso con la aprobación de la Comisión propuesta por el 90,2% de los delegados.


4. Primeros pasos como líder de la oposición y propuestas pactistas

En opinión de los observadores, la elección de Zapatero supuso un verdadero relevo generacional en el PSOE, sin precedentes desde el XXVI Congreso celebrado en Suresnes, Francia, en 1974, cuando los militantes jóvenes encabezados por González desplazaron a la vieja guardia socialista bregada en los avatares de la posguerra y la lucha antifranquista en la clandestinidad. El dirigente leonés había conseguido unificar el partido, cerrar la grave crisis que arrastraba desde hacía cuatro años por las luchas de banderías y la falta de liderazgo, y presentar a la militancia un proyecto esperanzador trufado de optimismo.

En los meses siguientes a su elección, Zapatero pilotó en su partido lo que vino a llamarse el posfelipismo y ante el conjunto del país lideró la oposición parlamentaria al Gobierno del PP, esforzándose en transmitir al electorado la alternativa del "cambio tranquilo" y de encontrarle puntos de réplica a Aznar, un gobernante sólido que había hecho de su partido una formidable maquinaria de cuadros disciplinados y que apelaba a las incontestables realizaciones materiales de su gestión: el saneamiento de las finanzas del Estado, el mantenimiento de los niveles de crecimiento, la creación de empleo y la garantía a corto y medio plazo de la Seguridad Social en sus actuales niveles de cobertura universal. Sin embargo, Aznar, amparándose en la mayoría absoluta y respaldado en todo momento por un partido rendido a su persona, empezaba a acumular muestras de cesarismo, de complacencia o nula capacidad de autocrítica, de incomprensión de determinadas realidades regionales y sociales del país, y de derechización neoespañolista, cuestionando el tan traído y llevado giro del PP al centro ideológico.

En los comienzos de esta etapa, no fueron pocas las impresiones, también desde ámbitos socialistas, de escepticismo sobre la capacidad de liderazgo de Zapatero. El sucesor de González hacía gala de un estilo reflexivo, articulado, didáctico, contrario a golpes bajos y abierto al diálogo y el pacto, talante que a un sector del público crítico con la actuación del PP le parecía escasamente pugnaz, sin contundencia o calor, y quizá más propio, por poner una analogía, de un dirigente socialdemócrata de un país europeo del norte caracterizado por la cultura política sujeta al fair play y la moderación. Visto desde fuera, él parecía apostar más por la perseverancia y la persuasión que por el ataque verbal y la búsqueda del desgaste inmediato como instrumentos de rentabilidad electoral.

A partir de 2001, con el enfriamiento de la actividad económica, el incumplimiento de las previsiones de inflación del Gobierno, el frenazo a la creación de empleo junto con las altas tasas de temporalidad laboral, la adopción de normas polémicas en los terrenos social y laboral (reformas de la Ley de Extranjería y de la protección del desempleo, leyes orgánicas de Calidad de la Educación, LOCE, y de Universidades, LOU), y el conocimiento de fraudes que salpicaron a personalidades del Gobierno y el Estado (casos del lino, Ercros y Gescartera), Zapatero pudo fundamentar sus críticas contra el PP en algo más que las valoraciones negativas del modelo de redistribución de los ingresos de la prosperidad económica (críticas a los recortes en el gasto social y al énfasis de la presión tributaria sobre las rentas de trabajo frente a las rentas de capital y patrimonio), o de las aparatosas maniobras del poder para controlar la línea editorial y los contenidos informativos de diversos medios de comunicación, una imputación esta última que, precisamente, había diluviado sobre los socialistas cuando habían gobernado ellos.

Entre sus propuestas diferenciadoras de las políticas de Aznar, Zapatero planteó un pacto constitucional sobre el fenómeno de la inmigración, con el objeto de "anticiparse al futuro y responder a una exigencia moral", otro para recomponer las relaciones con los nacionalismos periféricos catalán y vasco, y un tercero para avanzar hacia una Unión Europea de tipo federal que pusiera más énfasis en la dimensión supranacional y en el concepto de subsidiariedad, y que concediera mayor protagonismo a los ciudadanos y las regiones.

Discretamente, Zapatero acogió de manera positiva el modelo de vertebración del Estado elaborado por el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC, rama del PSOE en la comunidad autónoma), cuyo presidente desde 2000, Pasqual Maragall i Mira, antiguo alcalde de Barcelona, abrazaba un socialismo catalanista que oponía como factor de cohesión la noción de "proximidad", de corte cívico y multicultural, a la de "identidad cultural", cara a la fuerza nacionalista conservadora que ocupaba el Gobierno de la Generalitat desde el inicio de la autonomía en 1980, Convergencia i Unió (CiU), y que también apostaba por un "federalismo diferencial y no uniformista" tendente a la consagración de la "España plurinacional, pluricultural y plurilingüística". En Cataluña, Maragall intentaba atraer a electores que hasta ahora habían votado a la verdadera fuerza del nacionalismo catalán no independentista, CiU, presentándoles una alternativa política de defensa de la especificidad catalana en el conjunto del Estado sin rupturismo separatista.

Además, la propuesta de rediseño autonómico de Maragall para Cataluña no excluía acometer reformas en el Estatuto de Autonomía y en la misma Constitución española. El hecho de que Zapatero tomara al vuelo las propuestas de su compañero de partido en Barcelona, interiorizándolas pero sin vocearlas como propias o sin darles prelación divulgativa en la oferta socialista para el conjunto de los españoles, principió una serie de posicionamientos que a muchos observadores les parecieron meramente tácticos. De ahí que articulistas de opinión se preguntaran si Zapatero no estaría improvisando de día en día las políticas que formulaba. Sus detractores en el PP le empezaron a achacar lisa y llanamente la carencia de "una visión de España". También había que tener presente un dato: cuando el XXXV Congreso del PSOE, la delegación catalana había estado dividida, de manera que Maragall y sus partidarios apoyaron a Zapatero, mientras que el grupo en torno al antiguo ministro de Defensa y vicepresidente del Gobierno con González -y predecesor de Maragall en el liderazgo del PSC-PSOE-, Narcís Serra i Serra, expresó su preferencia por Bono.

Por otro lado, apelando a la responsabilidad política y a la razón de Estado, Zapatero encontró puntos de encuentro con Aznar en capítulos sensibles como la política exterior, no poniendo objeciones a la participación del Ejército español en la Operación Libertad Duradera, capitaneada por Estados Unidos contra el terrorismo de Al Qaeda a raíz de los atentados del 11-S, y en la fuerza multinacional de asistencia a la seguridad en el Afganistán postalibán, la ISAF, así como, y sobre todo, en la lucha contra el terrorismo independentista vasco, donde el respaldo podía calificarse de total.

El 8 de diciembre de 2000 Zapatero firmó con el secretario general del PP, Javier Arenas Bocanegra, un nuevo pacto de Estado antiterrorista, el llamado Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, al que no se sumó ninguna otra fuerza parlamentaria, y posteriormente apoyó el proceso judicial de ilegalización del brazo político de ETA y principal marca partidista de la llamada izquierda abertzale, Batasuna, acción que el Tribunal Supremo emprendió al amparo de la controvertida Ley de Partidos, aprobada por las Cortes en junio de 2002 con la suma de los votos del PSOE. Además, el 28 de mayo de 2001, el PSOE, el PP y el resto de grupos políticos con representación parlamentaria adoptaron el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia.

El 20 de junio de 2002 el país registró la primera huelga general desde la llegada del PP al Gobierno y el dirigente socialista justificó la convocatoria. Concluida la jornada de paros, Zapatero pidió a Aznar una "rectificación" de la reforma de la protección del desempleo que había motivado la reacción sindical. Tras el debate anual sobre el estado de la nación en julio de 2002, del que Zapatero salió muy bien parado, si no el claro ganador, frente al experimentado Aznar, y la publicación en septiembre siguiente de unos sondeos de opinión propicios al PSOE y para su persona (por primera vez, superó a Aznar en la valoración de líderes políticos), el dirigente socialista encontró más receptividad entre aquellos, de dentro y fuera del partido, que consideraban injustificado su optimismo cuando aseguraba que ganar las elecciones generales de 2004 era un objetivo "alcanzable”.


5. Críticas a Aznar: las nuevas orientaciones diplomáticas y la guerra de Irak

El 27 de octubre de 2002 el Comité Federal del PSOE proclamó a su secretario general candidato a la Presidencia del Gobierno justo cuando el viento parecía rolar a favor de los socialistas. Zapatero pintó "la España de Aznar" con tonos sombríos, enumeró una serie de problemas en los terrenos de la vivienda, el empleo estable, la educación, la sanidad o la investigación, y aseguró que su intención era "quitar el poder a los poderosos y devolver derechos y libertad a los ciudadanos". En noviembre se produjo la catástrofe ecológica del petrolero con bandera de Bahamas Prestige, hundido por una tempestad frente a las costas de Galicia antes de comenzar a verter miles de toneladas de crudo, y el PSOE, haciéndose eco de la indignación de una parte de la opinión pública, acusó al Gobierno de reaccionar con parsimonia frente a la crisis, de cometer graves errores de gestión de la misma, de desinformar a la población y de minimizar el impacto medioambiental de la marea negra.

A finales de año, el PSOE y el PP se hallaban virtualmente empatados en las intenciones de voto y los sondeos deslizaban la interpretación de que buena parte de los consultados veían en Zapatero a un político más próximo a los intereses y preocupaciones cotidianas del ciudadano que el presidente del Gobierno, percibido por aquellos como un gobernante hosco, distante o prepotente, a pesar de su solvencia gestora. En el arranque de 2003, uno de los años políticamente más calientes desde la restauración democrática, el enorme revuelo levantado por la inminente invasión de Irak por Estados Unidos y el anuncio por Aznar de que España se embarcaba en la operación con un millar de soldados en misión de retaguardia disparó la intención de voto de los socialistas, pero la euforia se desvaneció muy pronto por la desactivación de las protestas populares contra la guerra y la recuperación de la iniciativa política por el Gobierno popular, que supo reponer en el criterio valorativo de una mayoría de la población aspectos tales como la prosperidad económica, la paulatina disminución del paro y los éxitos en la lucha contra ETA.

En el segundo semestre del año, después de las elecciones autonómicas y municipales, que apenas dieron alegrías al partido, el PSOE y su líder encajaron reveses de imagen y los durísimos ataques de desprestigio por parte del PP, con el consiguiente desaliento de la militancia y la desmotivación de potenciales votantes de izquierda que estaban hastiados de las formas destempladas de Aznar y, en general, del estilo de Gobierno del PP. En vísperas de la campaña de las elecciones generales de marzo de 2004 el PP volvía a aventajar al PSOE en todas las encuestas de una manera nítida y su tercera victoria consecutiva se antojaba poco menos que una certeza.

El consenso de socialistas y populares en política exterior ya experimentó serias grietas a lo largo de 2002. Las relaciones con Marruecos, en la picota desde la retirada por Rabat de su embajador en Madrid en octubre del año anterior, experimentaron en julio del presente año un deterioro sin precedentes desde la Marcha Verde de 1974 con la ocupación por gendarmes marroquíes y la inmediata recuperación manu militari (aunque sin disparar un tiro, luego limpia y eficaz) del islote Perejil, de soberanía española pero no reconocida por el país norteafricano, que tenía este diminuto peñón deshabitado a tiro de piedra de su costa.

El 19 de diciembre de 2001 Zapatero se había entrevistado en Rabat con el rey Mohammed VI y el primer ministro Abderrahman El Youssoufi -colega en la Internacional Socialista- para propiciar el desbloqueo de las relaciones diplomáticas, visita propiciatoria que fue descalificada desde Moncloa como una injerencia en las competencias del Ejecutivo. En la crisis de Perejil, el jefe de la oposición emitió un apoyo matizado a Aznar por el envío del destacamento militar. Lo que Zapatero le reprochó al líder popular fue que tomara una decisión de esa gravedad, susceptible de dar pábulo a una escalada bélica, sin informarle previamente. Unilateralismo, opacidad informativa y soslayo parlamentario iban a ser tres reconvenciones constantes de Zapatero a la política exterior de Aznar.

Con todo, la cesura definitiva en este terreno se produjo con motivo del drástico viraje en las prioridades diplomáticas de España por una decisión básicamente personal de Aznar, quien hizo un cierre de filas prácticamente irrestricto con Estados Unidos, con los ejes de su política exterior y sus prioridades de seguridad nacional, que colisionaban con el derecho internacional en los enfoques más agresivos. Ello, mantenía el PSOE, se producía en detrimento de las relaciones tradicionalmente privilegiadas con Francia y Alemania, los grandes socios comerciales de España (con Berlín, Madrid estaba chocando reiteradamente a propósito de la reforma institucional de la UE y el reparto de las subvenciones agrícolas y el Fondo de Cohesión), amén de América Latina y el mundo árabe.

Zapatero manifestó su desacuerdo con el respaldo de Aznar a la inmunidad de Estados Unidos ante la Corte Penal Internacional (CPI) y a la llamada doctrina Bush de "autodefensa preventiva", la cual apostaba por que la superpotencia ejerciera una hegemonía activa en los asuntos mundiales de ser preciso a través de ataques militares allá donde se detectara una amenaza inminente para su seguridad nacional, sin mediar primera agresión y sin distinguir entre los terroristas y sus amparadores gubernamentales. Del enunciado maniqueo y simplista del "eje del mal" acuñado por el presidente George Bush, Aznar se quedó con su expresión práctica de una lucha sin cuartel contra el terrorismo, percibido por él como un todo altamente amenazador para Occidente y para España, contra la proliferación de armas de destrucción masiva y contra las posibles conchabanzas entre grupos terroristas y estados incontrolados.

El PSOE coincidía en el diagnóstico de que el terrorismo de organizaciones como Al Qaeda era una amenaza de primer orden, como habían demostrado el 11-S y los atentados anteriores y posteriores cometidos en varios países, pero rebatía el análisis uniformizador del fenómeno y la recomendación de volcarse en el combate antiterrorista con los medios más adecuados para cada circunstancia, inclusive las "acciones anticipatorias" de carácter bélico, sin preguntarse por las causas de su explosión en los países de origen y sin delimitar adecuadamente los distintos terrorismos.

En el caso español, el terrorismo vasco de ETA, activo desde 1968 y con más de 800 muertes a sus espaldas, y el de Al Qaeda (la red de Osama bin Laden, a tenor de las 40 detenciones practicadas entre 2001 y 2003, había conseguido introducirse en España y establecer aquí una estructura de ramificaciones insospechadas) no guardaban relación ni en la ideología, ni en los objetivos confesos ni tampoco en la forma de operar, aunque se asemejaban en el resultado mortífero de sus agresiones, en el desprecio absoluto por las vidas de sus víctimas y, naturalmente, en la pretensión básica de causar terror entre la población civil y doblegar a los gobernantes. Con todo, hasta ahora Al Qaeda o sus nebulosos grupos satélites no habían atentado en España, en la que los servicios de inteligencia occidentales situaban una suerte de base de operaciones logística y de reclutamiento del entramado islamista radical.

Aznar se abonó punto por punto a la argumentación pretextada por la Administración Bush para lanzar la invasión de Irak y derrocar al régimen de Saddam Hussein: que el dictador árabe continuaba burlándose de la comunidad internacional, escondía armas prohibidas por la ONU y muy probablemente andaba en tratos con Qaeda, todo lo cual le convertía en una amenaza intolerable para la paz y la seguridad. Su contrincante socialista replicó que había que dar más tiempo a los inspectores de la ONU que estaban rastreando sobre el terreno el supuesto armamento químico y bacteriológico, y que la guerra debía considerarse sólo como última opción, cuando se hubieran agotado todas las vías diplomáticas, y nunca al margen de la legalidad internacional -la misma que Aznar invocó en todo momento para justificar la consideración del recurso a la fuerza-, no existiendo por el momento, en su opinión, un mandato explícito del Consejo de Seguridad de la ONU para desencadenar la intervención armada.

En el debate parlamentario de principios de febrero, cuando ganaba ímpetu la división en el Consejo de Seguridad entre los partidarios de iniciar las hostilidades ya en la convicción de que el tiempo se había agotado para Saddam y sacando adelante una resolución adicional a la controvertida resolución 1.441 del mes de noviembre si era necesario (Estados Unidos, Reino Unido y España), y quienes apostaban por continuar con las inspecciones (Francia, Alemania, Rusia y China), Zapatero y Aznar se enzarzaron en un acerbo intercambio de reproches: el líder de la oposición echó en cara al mandatario popular no haberle ofrecido "consenso, sino adhesión a Bush" en la crisis de Irak y rechazó la tesis de la "guerra preventiva" porque "no se puede desencadenar una guerra por sospechas y convicciones"; el presidente del Gobierno acusó a su vez al socialista de carecer de "sentido de Estado" y de "irresponsabilidad" al abandonarse al "oportunismo, el aislacionismo rancio y la ansiedad de poder".

De una manera inequívoca, la postura de Zapatero y los socialistas coincidió con el sentir antibelicista de la mayoría de los españoles, que protagonizaron multitudinarias manifestaciones contra la invasión de Irak; de acuerdo con encuestas periodísticas, hasta el 90% de la población se oponía a la guerra en ciernes, un índice que no tenía parangón entre los vecinos europeos, y no cabía duda de que entre quienes así opinaban había muchos votantes del PP. Aznar no se amilanó frente a este rechazo social sin precedentes contra una política gubernamental: copatrocinó los fracasados intentos del grupo liderado por Estados Unidos en el Consejo de Seguridad para obtener una resolución autorizando la invasión y el 16 de marzo integró junto con Bush y Blair el trío de líderes que lanzó el ultimátum a Irak; para el principal partido de la oposición española, la cumbre de Azores fue más bien una especie de ultimátum a la ONU y un desaire unilateral a la comunidad internacional. Días después de comenzar la Operación Libertad Irakí, el 20 de marzo, algunas encuestas de preferencia electoral atribuían al PSOE una ventaja de seis puntos sobre el PP.


6. Las ambiguas elecciones locales de 2003 y el escándalo de la Asamblea de Madrid

Sin embargo, Zapatero no capitalizó en votos correlativos el estruendoso No a la guerra de los españoles. El enturbiamiento de las protestas con algunos episodios aislados de violencia dirigida contra sedes y responsables del PP desagradó o asustó a los electores moderados susceptibles de cambiar de voto y empujó al elector fielmente popular a cerrar filas con su partido. A la vez, Aznar, en una estrategia que le reportó algunos beneficios, acribilló al secretario socialista con acusaciones de radicalismo y de haberse embarcado junto con los comunistas de IU (la "alianza Zapatero-Llamazares"), en una campaña de acoso cuya única pretensión sería socavar al Ejecutivo; ciertamente, a Zapatero, quien se había construido una imagen de sobriedad y contención, no le hizo ningún favor esa identificación con las agitaciones callejeras de signo izquierdista.

Por lo demás, la brevedad de la operación bélica, el inicio de la ocupación de Irak con unas razonables perspectivas de estabilidad después del clímax de violencia y el apaciguamiento de los ánimos, unidos a la marcha imperturbablemente bonancible de la economía, volvieron a reequilibrar la balanza ligeramente a favor del partido en el Gobierno, que también hizo todo lo posible para minimizar la cuestión de Irak en el repertorio de sus discursos. Así, las elecciones autonómicas y municipales del 25 de mayo de 2003, planteadas por los socialistas como una primaria de las generales de 2004, dejaron una sensación agridulce, tirando a insatisfactoria, en el partido. El PSOE fue la fuerza más votada en el conjunto del Estado -en los comicios municipales, que no en los autonómicos- con algo más de 100.000 votos de diferencia sobre el PP (el 34,8% contra el 34,3%, básicamente el mismo empate técnico registrado en la edición de 1999, cuando los populares aventajaron en sólo 40.000 papeletas), pero el partido del Gobierno obtuvo 400 concejales más.

El PSOE ganó en doce de las 52 capitales de provincia (inclusive Barcelona, Sevilla y Zaragoza, no así Madrid, Valencia o Málaga, cuyos ayuntamientos siguieron regidos por los populares), y en cuatro de las trece comunidades donde se renovaron los parlamentos autonómicos, en dos de ellas por mayoría absoluta (Extremadura y Castilla-La Mancha), a las que se sumaba Andalucía, que tenía una convocatoria electoral específica y donde gobernaba Manuel Chaves desde 1990. El partido de Zapatero perdió el Gobierno de Baleares, pero a cambio recuperó el de la Comunidad de Madrid, la plaza de poder más emblemática y codiciada en esta consulta, merced al pacto con IU, que otorgaba una mínima mayoría absoluta en la Asamblea autonómica frente a la fuerza más votada, el PP. De hecho, la apurada victoria de la coalición de izquierdas en la Comunidad de Madrid, la primacía socialista en las municipales sevillanas y la ganancia de la alcaldía zaragozana por el ex ministro de González Juan Alberto Belloch Julbe eran los únicos éxitos tangibles de que podían alardear los socialistas en unas elecciones nada negativas para el PP.

El único que no se dejó vencer por la decepción fue Zapatero, que prefirió destacar el retroceso general del PP -por más que éste había sido muy inferior al conjeturado al calor de las protestas contra la guerra o de las anteriores crisis del Prestige y la huelga general- con respecto a 1999, la eliminación del fuerte diferencial del voto bipartidista experimentado en las generales de 2000 y el registro inapelable de que en los primeros comicios disputados por el PSOE siendo él secretario general el partido había sido la lista nacional más votada, recobrando la condición perdida en 1993.

A partir de este momento, los contratiempos golpearon a Zapatero. El 10 de junio estalló el escándalo en la Comunidad de Madrid cuando dos diputados electos del PSOE se ausentaron en la votación del presidente de la Asamblea, malogrando la mayoría de la izquierda y permitiendo que la candidata popular, inopinadamente, se llevara el puesto. Los tránsfugas rompieron con el partido, se constituyeron como Grupo Mixto y el 28 de junio su abstención impidió que el socialista Rafael Simancas fuera investido presidente del Ejecutivo; toda vez que la aspirante del PP, Esperanza Aguirre Gil de Biedma, ex ministra del Gobierno nacional y ex presidenta del Senado, rehusó someterse a su propia investidura en estas condiciones y, antes bien, propuso celebrar nuevas elecciones cuanto antes, el presidente saliente de la Comunidad, Alberto Ruiz-Gallardón Jiménez, hubo de continuar en funciones simultáneamente al desempeño de su flamante cargo de alcalde de la capital.

Los diputados rebeldes justificaron su actuación por discrepancias ideológicas (rechazo al pacto PSOE-IU) y aventaron un supuesto acuerdo incumplido por Zapatero para garantizar a los Renovadores por la Base, la facción de la Federación Socialista Madrileña (FSM) a la que pertenecían, una determinada cuota representativa en las listas electorales y los puestos de función. El secretario general y la dirección socialista acusaron a los Renovadores por la Base de "traicionar" al partido con el incentivo del soborno, se querellaron contra ellos ante la justicia, denunciaron la existencia de una "conspiración" o "golpe" de naturaleza político-urbanística para abortar la formación en Madrid de un gobierno de la izquierda cuyo programa de vivienda iba a perjudicar a determinados intereses privados, y señalaron como artífices de esta supuesta trama de cohecho a personalidades del PP madrileño y a promotores inmobiliarios afiliados al partido conservador, cuyos contactos con los tránsfugas salieron a la luz.

El PP rechazó de plano las imputaciones y calificó la esperpéntica situación de "problema interno" del PSOE. Sin embargo, el daño de imagen ya estaba hecho: expulsar a los diputados en cuestión, denunciarles ante los tribunales y pedir perdón a los atónitos votantes no les parecieron actuaciones suficientemente vigorosas a muchos ciudadanos que habrían apreciado una menor insistencia en denunciar conspiraciones fraguadas en los cuarteles del PP y un lavado más eficiente de los trapos sucios de casa.

Zapatero no depuró responsabilidades políticas (rechazó la oferta de dimisión que le planteó José Blanco, el responsable de elaborar las listas electorales, como secretario de Organización de la Comisión Ejecutiva Federal), que era precisamente lo que tanto achacaba él al PP, y pospuso la apertura de un proceso interno. Que al PSOE le resucitara precisamente ahora su turbio pasado de corrupción por culpa de unos cuadros medios inescrupulosos "colados" por los mecanismos de selección de candidatos a puestos de representación popular fue considerado un desastre por la abatida militancia de base. En efecto, el escándalo pasó factura: en las nuevas elecciones del 26 de octubre a la Asamblea madrileña, el PP obtuvo la mayoría absoluta con nueve puntos de diferencia sobre el PSOE y Esperanza Aguirre fue catapultada a la Presidencia de la Comunidad.


7. Escalada de reproches con los populares y visión territorial de España

En el verano y el otoño de 2003 Zapatero contraatacó a Aznar a propósito de Irak, donde las tropas de ocupación (incluidos los 1.300 efectivos españoles, basados en las provincias de Najaf y Qadisiyah) y la Autoridad Provisional de la Coalición (APC, la estructura de administración civil dominada por Estados Unidos), así como sus planes de restitución de soberanía a unas instituciones nacionales irakíes, topaban con crecientes dificultades por la multiplicación de los actos de resistencia de los insurgentes sunníes y los atentados terroristas indiscriminados de naturaleza islamista.

No en vano, las razones aducidas por Aznar, Bush y Blair para desencadenar las hostilidades en marzo se estaban derrumbando ante la opinión pública: las supuestas armas de destrucción masiva no aparecían por ningún lado, los nexos operativos entre Saddam y bin Laden se revelaron una patraña y, al revés, era ahora cuando los secuaces de Al Qaeda actuaban a sus anchas en el país árabe. El terrorismo internacional no daba ninguna muestra de remitir sino todo lo contrario, la calidad democrática seguía brillando por su ausencia en los grandes estados de la región y el conflicto palestino-israelí, una vez convertido en papel mojado el plan de paz de la Hoja de Ruta, seguía desaforado.

A finales de agosto, Zapatero endureció su discurso y exigió a Aznar que "diera la cara" en las Cortes para que explicara las "falsedades" por las que había "convocado" la guerra contra Irak, y tachó su silencio tras la muerte de un oficial de la Armada (primera baja española en Irak) en el atentado contra la sede de la ONU en Bagdad del día 19 de "acto de pura cobardía política y personal"; desde el Gobierno, se le respondió que lo que pretendía era "sacar tajada" de la tragedia. El 12 de octubre, el líder socialista, en un gesto insólito, permaneció ostensiblemente sentado en la tribuna de autoridades al paso de la bandera estadounidense durante el desfile militar con motivo del Día de la Hispanidad.

El asesinato el 29 de noviembre en una emboscada al sur de Bagdad de siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI, el servicio secreto español) impelió a Zapatero a demandar a Aznar una "rectificación", el reconocimiento de que se había "equivocado" en Irak apoyando la invasión sin el visto bueno de la ONU y enviando tropas nacionales sin el acuerdo previo del Congreso, y la aceptación de un pacto con los socialistas en política exterior. Ahora, el opositor apoyó la permanencia de los soldados españoles en Irak, pero insistió en la internacionalización del proceso político allí emprendido y en la creación de una verdadera fuerza multilateral que se encargara de la paz y la seguridad, lo que a su entender pasaba por la implicación de la ONU, la Liga Árabe y la Conferencia Islámica. A la perentoriedad de la completa legitimación de la ocupación de Irak Zapatero ligó la revisión de la estrategia contra el terrorismo internacional.

Por su parte, Aznar negó que en Irak hubiera otra cosa que terrorismo puro y duro perpetrado por nostálgicos de Saddam y por extremistas religiosos, incidió en lo dicho por la resolución 1.511 aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU el 16 de octubre -la cual reconoció a la APC como poder temporal hasta la transferencia de soberanía a un gobierno representativo irakí además de al Consejo de Gobierno Irakí como el órgano político de transición, luego eliminó la situación de ilegalidad de las fuerzas extranjeras en el país, incluidas las españolas- y ridiculizó el cambio de opinión de Zapatero sobre la presencia del contingente nacional en el país árabe, que según el Gobierno estaba desarrollando tareas esencialmente humanitarias. En diciembre, Zapatero pintó un balance muy negativo de la política exterior de Aznar, al que acusó de subordinarse a Bush, de pretender establecer una "agenda común" con Londres y Roma para liderar esa "nueva Europa" de la que venía hablando la administración republicana de Washington, y de jugar a ser el "caballo de Troya de Estados Unidos" en la UE, siendo el resultado de todo ello la "soledad" y el "aislamiento".

El 16 de noviembre tuvieron lugar las elecciones autonómicas en Cataluña. Tanto CiU, que presentaba como cabeza a su secretario general, Artur Mas i Gavarró, y el PSC-PSOE experimentaron un fuerte retroceso en votos y escaños con respecto a la edición de 1999. En esta pugna particular, el equilibrio de fuerzas se mantuvo: CiU siguió aventajando en un puñado de escaños al PSC-PSOE, pero éste volvió a ser, por la mínima, la lista más votada. En cualquier caso, Maragall se aseguró la jefatura de un Gobierno mayoritario en alianza con las otras dos fuerzas de la izquierda parlamentaria, que duplicaron votos y escaños: la Esquerra Republicana (ERC), partido nacionalista autocalificado de independentista, aunque sin un manifiesto de secesión del Estado español, y la coalición no nacionalista Iniciativa per Catalunya Verds-Esquerra Unida i Alternativa (ICV-EUiA, siendo EUiA la rama de IU en la Comunidad). La suma de los cuatro partidos daba una confortable mayoría absoluta de 74 escaños sobre 135.

Las negociaciones sobre el pacto del Gobierno tripartito catalán, que iba a poner fin a los 23 años de presidencia del convergente Jordi Pujol i Soley, levantaron una fuerte controversia política cuando se conoció que Maragall y sus socios estaban de acuerdo con una agenda de lo más ambiciosa: la reforma del Estatuto de Autonomía, la convocatoria de un "procedimiento de consulta dentro de la legalidad" para que los catalanes se pronunciaran al respecto si las Cortes rechazaban la iniciativa, la transferencia por el Estado de más competencias de autogobierno, que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña fuera la última instancia judicial en los asuntos que afectaran a la Comunidad, y el avance hacia un nuevo modelo de financiación autonómica que permitiera aumentar los recursos fiscales de Cataluña sin poner en peligro el régimen estatal, lo que podría requerir la creación de una Agencia Tributaria propia.

Zapatero respaldó desde Madrid el programa de Maragall porque lo veía compatible con los principios esenciales del Estado autonómico y censuró la catilinaria lanzada por el Gobierno popular, que vio en los planes del tripartito catalán un "incumplimiento clarísimo de la Constitución" y que se preguntó sobre si aquellos no pondrían en peligro normas básicas de la solidaridad y la unicidad del Estado. Al calor de la trifulca, el PP emplazó al PSOE a que aclarara "qué modelo de España" auspiciaba. En vísperas de la investidura de Maragall, el 16 de diciembre, Zapatero exigió al Ejecutivo aznarista que dejara de "intoxicar, mentir y dividir", y añadió que mientras que el PP era "el partido de la división, la crispación y el temor", el PSOE era "el partido de la convivencia, la integración y el diálogo".

El cruce de acusaciones y la turbamulta política escalaron en las semanas siguientes, cuando la campaña de las generales de marzo ya asomaba en el horizonte. El 18 de diciembre, dos días antes de la toma de posesión del Gobierno catalán, el Congreso de los Diputados aprobó con los únicos votos de los populares una reforma del Código Penal para considerar delito punible con penas de cárcel y de inhabilitación la convocatoria por autoridades o funcionarios públicos de elecciones o referendos no autorizados por las Cortes del Estado. La medida se había elaborado y concebido como advertencia al Ejecutivo de la Comunidad Autónoma del País Vasco, cuyo lehendakari perteneciente al Partido Nacionalista Vasco (EAJ-PNV), Juan José Ibarretxe Markuatu, había presentado en septiembre su plan de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi en régimen de "libre asociación" con el Estado, el cual implicaba sendas reformas del Estatuto de Autonomía de Gernika de 1979 -de hecho lo reemplazaba- y, según opinaban políticos y juristas, también de la propia Constitución española, si lo que se pretendía era no violarla. En las presentes circunstancias, el PP insinuó que los catalanes también podrían verse afectados por la tipificación penal.

El más conocido como Plan Ibarretxe contemplaba un marco de negociación con el Gobierno central en la segunda mitad de 2004 y la posibilidad de que el Gobierno de Vitoria, de manera unilateral, lanzara un proceso de ratificación de la propuesta por la ciudadanía vasca en referéndum, aunque sólo "en ausencia total de violencia" (léase terrorismo etarra), antes de reemprender el proceso de negociación con el Estado para que éste incorporara "la voluntad democrática de la sociedad vasca al ordenamiento jurídico". Por lo demás, el plan definía a Euskadi como una nación repartida en dos estados (España y Francia), reclamaba la elevación del techo competencial, hasta alcanzar la completa autogestión en los ámbitos fiscal, financiero, laboral, sanitario y de protección social, reconocía la nacionalidad vasca en paralelo a la española y subrayaba la importancia de un poder judicial autónomo vasco. La definición de competencias exclusivas del País Vasco era tan amplia que algunos expertos atisbaron una intención confederal; los detractores más furibundos del plan hablaron de aventura secesionista apenas disfrazada.

Aprobado por el Gobierno Vasco y remitido al Parlamento para su debate el 25 de octubre, el Plan Ibarretxe fue rechazado de plano por los socialistas vascos y por la Comisión Ejecutiva Federa del PSOE en Madrid. En este punto, Zapatero coincidía con Aznar en la opinión de que el proyecto del nuevo estatuto vasco se impulsaba sin una lógica de integración y consenso, había sido elaborado a título particular por los partidos que componían el Ejecutivo de Vitoria, planteaba un escenario rupturista que no tenía cabida en la Carta Magna y tenía todo el aspecto de estar únicamente dirigido a la comunidad nacionalista, pasando por alto que aproximadamente la mitad de los vascos no se consideraba tal (en los últimos comicios autonómicos, en mayo de 2001, los votos de partidos no nacionalistas habían sumado el 46%).

Además, a Zapatero y Aznar les resultaba de todo punto inaceptable que Ibarretxe diera prelación a la mudanza del marco político-jurídico sobre la urgencia de acabar con la violencia de ETA y elementos del entorno abertzale, con sus expresiones delictivas de asesinatos (el último, el de un Policía Nacional, en mayo, siendo éste uno de tres únicos crímenes cometidos este año por la banda, muy zarandeada por los golpes policiales), sabotajes, extorsiones y amenazas que conculcaban derechos elementales de miles de vascos; más aún, consideraban que el PNV asumía tesis de ETA y de la ilegalizada Batasuna.

Este enfoque interpretaba que los partidos nacionalistas democráticos estaban dispuestos a aceptar un "precio político por la paz", según la expresión acuñada por las formaciones estatalistas (o autonomistas, por su defensa del actual Estatuto) para referirse al muy polémico Pacto de Estella o Pacto de Lizarra-Garazi, firmado por el conjunto de las fuerzas nacionalistas vascas en septiembre de 1998 y que seguía vigente, el cual llamaba a resolver el conflicto vasco por la vía de la negociación política sobre la base del principio de autodeterminación, y que preludió una tregua unilateral de ETA de 14 meses de duración.

Sin embargo, Zapatero, que, en apariencia, un tanto a rebufo de lo que decía y hacía Maragall, acababa de relanzar su propuesta de abrir un debate sobre el desarrollo de la España de las autonomías, inclusive la eventual reforma de los estatutos de algunas comunidades "en el marco de la Constitución y con el respaldo de un alto grado de consenso democrático", primero rechazó hacer un "frente común" con el PP para frustrar un plan que de todas maneras consideraba inviable y luego se opuso también al "despropósito" de amenazar con la cárcel a los responsables autonómicos que convocaran referendos contrarios a la ley. El Gobierno Aznar denunció el Plan Ibarretxe ante el Tribunal Constitucional el 13 de noviembre y arremetió contra el PSOE porque le pareciera mal el proyecto del tripartito vasco pero no el del tripartito catalán, que para el PP presentaba muchas similitudes con el primero


8. Vísperas de las generales de 2004: el caso Carod en Cataluña y las propuestas de cambio

La precampaña y la campaña de las elecciones generales del 14 de marzo de 2004 iban a tener el modelo territorial del Estado como uno de sus ejes fundamentales. Zapatero, con el eslogan de Merecemos una España mejor y la sigla identificativa de ZP (Zapatero Presidente), iba a hacer hincapié en el diálogo Estado-autonomías, en el consenso social, en el cambio de actitudes de los responsables gubernamentales, en las políticas inclusivas dirigidas a los ciudadanos y en un modelo de "España cohesionada a partir de su diversidad", el cual no podía venir ni del "centralismo inmovilista de unos" ni de las "aventuras independentistas de otros", sino del "desarrollo leal del Estado de las Autonomías", todo ello regado con constantes advertencias sobre el "retroceso democrático", la "crispación" y la "agresión verbal" del PP.

En su programa, el PSOE acusaba al PP de "querer apropiarse d